sábado, 23 de junio de 2012

Tú me la cantarás... sin lágrimas

Alguien ha corrido una de las cortinas de lona azul, para celar la restallante luz, sol de membrillo, que entra por las ventanas. Andan mediados el día y el mes de marzo de 1957. En la galleria del Fumo, un grupo de hombres jóvenes -diez, doce- charlan tomando café. El Padre está con ellos. Acaban de comer. Dentro de un rato, cada uno volverá a su trabajo. Es la tertulia.

La conversación informal, inconexa, no desemboca hoy en ningún tema de singular relieve. Se habla de todo y de nada. Quizá ese mismo que se levantó a correr las cortinas toma la iniciativa de poner un disco, un disco de Nilla Pizzi, la ganadora del Festival de San Remo. En allegretto vivace suenan los primeros compases de la canción. Es un aire popular, gracioso, cascabelero, pegadizo, incluso con ciertas caracolas melódicas. Todos, más o menos, conocen esa música. Y a Escrivá le gusta mucho. Enganchó su atención desde la primera vez que la oyó: Aprite le finestre al nuovo sole: è primavera, è primavera. Lasciate entrare un poco d’aria pura…

«Abrid las ventanas al sol nuevo: es primavera. Dejad entrar un poco de aire puro, con la fragancia de los jardines y de los prados en flor. ¡Es primavera, fiesta del amor!»



Ya entonces, Escrivá sorprendió a los que estaban con él diciéndoles:

- Me gustaría oír esa canción, cuando esté muriéndome.

Escrivá rara vez usa el verbo «morir». Cuando lo hace, emplea la forma castellana, mucho más recia, con su entrañable carga reflexiva: «morirse». Al hablar de su propia muerte, no parece que la imagine como algo rápido, repentino, que vaya a sobrevenirle de sopetón; sino como un proceso lento, fatigoso, un trance duro. Se diría que presiente el dolor de arrancarse. Tal vez por ello no dice «cuando yo muera», ni siquiera «cuando yo me muera», sino «cuando esté muriéndome». Imagina la muerte como una descoyuntura. Como una acción fuerte y dolorosa: el agon, la agonía. Una lucha que le exigirá vencer resistencia. Un combate definitivo, para el que siempre anda entrenándose, «porque se trata -dice- de ganar la última batalla».

Ahora, sentado en un sillón, casi de espaldas al ventanal corrido de la galleria, escucha esa canción y, a tramos, la canturrea en italiano:

«Ya se ha abierto la primera rosa roja.
¡Es primavera, es primavera!
También la primera golondrina ha regresado,
y revuela por el cielo límpido:
viene a anunciar el tiempo bello.
Muchachos y muchachas enamorados,
abrid las ventanas al sol nuevo,
a la esperanza, a la ilusión…
¡Es primavera, fiesta del amor!»

Ha ido recorriendo los rostros de quienes están allí, en la galleria del Fumo: Álvaro del Portillo, Javier Echevarría, Joaquín Alonso, Julián Herranz, Giuseppe Molteni, Dick Rieman, Bernardo Fernández Ardavín, Severino Monzó… Aquí se detiene.

Severino es un joven alto y fornido. Sacerdote, doctor en Económicas y en Derecho Canónico que, además de todo eso, canta muy bien. El Padre le dirige una sonrisa pícara y, como quien fija un appuntamento, una cita para un día muy lejano, le dice:

-Tú me la cantarás… sin lágrimas. (1)

Sin lágrimas. En más de una ocasión ha dicho a sus hijos que, después de su muerte, no quiere «ni una corbata negra».(2) Y si le gusta esa tonadilla primaveral es porque sugiere la alegría de los jóvenes que marchan hacia la cita con el amor. La canción habla expresamente de una cita: la luna già ha fissato appuntamento. Por ahí va su sentido de la muerte: será el apasionado encuentro de dos enamorados.
En efecto, la tonadilla italiana describe la llegada del buen tiempo, los prados en flor, las noches de plata, el nuevo sol radiante, el aroma de los jardines, el volteo de las palomas primaverales que anuncian el tiempo bello… Y, de modo insistente, invita, aprite le finestre!, a abrir las ventanas para que entre el amor. (...)

No hay para el santo «muerte repentina», por lo mismo que no hay «muerte improvisada». El santo tiene siempre hechas las maletas para el último viaje. Como todos, él desconoce también el día y la hora. Pero, a partir de cierto momento, empieza a tener intuiciones, luces fugaces, vislumbres entreverados de claridad y oscuridad. Se va internando en algo que atardece y en algo que amanece. Un luminoso crepúsculo, donde hay que entornar los ojos, cerrarlos casi, porque tanta luz ciega. Entonces, desea no ver nada, o ver sólo… con los ojos prestados de Dios.

¿Intuye Josemaría Escrivá que se acerca el final? (...)

Tiene muy leídos, muy trabajados, muy rezados los salmos del Salterio de David. De uno de ellos, el número 26 -tibi dixit cor meum…, oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me lo apartes-, toma unas palabras, vultum tuum, Domine, requiram, y las repite saboreándolas, de manera constante, al menos desde diciembre de 1973. Josemaría las traduce con fuerza apremiante: «busco tu rostro, Señor, ¡quiero verte, cara a cara!». Y, a veces, incluso durante la comida se le escapa un irreprimible «¡Señor, que quiero darte un abrazo!». (3)

Esa búsqueda del rostro de Dios, sin velaturas, sin nociones intermedias, en un abrazo «cuerpo a cuerpo», lleva un ritmo de crescendo tumultuoso en su alma:

- Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram. Buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no "como en un espejo y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara". (4) (...)

En cuanto Radio Vaticano informa oficialmente del fallecimiento del fundador del Opus Dei, la Villa de Bruno Buozzi, 75 no da abasto a la riada, mansa pero incesante, de gente que acude a rezar.
Josemaría Escrivá -genuit filios et filias- tiene hijas e hijos de su espíritu diseminados en los dos hemisferios. Por radio, por teléfono, por cable, incluso por télex, la noticia viaja veloz. Y allá donde llega, clava su doble aguijón de desconcierto y de dolor. (...)

A eso de las cuatro de la tarde, en el oratorio de La Masada, en Torreciudad, un sacerdote joven, alto y fuerte, está arrodillado en el reclinatorio del último banco. Lleva allí bastante tiempo. A ratos reza. A ratos llora. A ratos deja sueltas las crenchas del pensamiento, evocando los bellos tiempos romanos, dei bei tempi romani

Por la avenida de esos recuerdos surge, de pronto, aquella cancioncilla de Nilla Pizzi, Aprite le finestre, que tantas cosas le sugería al Padre. Y aquel deseo suyo: «me gustaría oír esa canción, cuando esté muriéndome».


Severino Monzó, en ese momento, sólo tiene un dato: el Padre ha muerto de repente. No estaba enfermo. Por tanto, no ha tenido tiempo para estar… muriéndose.

Sabe que, para el Padre, ya no existen relojes ni almanaques, porque ha traspasado la frontera desde donde se empieza a ser eterno.

Levantino, impetuoso y sentimental, Severino alza el mentón, como desafiando al aire, y piensa «¿por qué no?». Pocos minutos después, en el tocadiscos del cuarto de estar de La Masada suena la música organillera, de campanillas, y la voz de Nila Pizzi:

Aprite le finestre al nuovo sole:
è primavera, è primavera,
Lasciate entrare un poco d’aria pura…

Sereno, recuerda con toda nitidez la escena de un mediodía radiante, primaveral, en la galleria del Fumo. Es como si lo estuviera viendo… Las cortinas de lona azul francés. El humo de los cigarrillos, formando inverosímiles volutas a contraluz con el sol de membrillo. El Padre, llevando el ritmo alegre, con la cabeza y con la punta del zapato, mientras suena la musiquilla de Aprite le finestre… Luego, aquella sonrisa pícara de buena complicidad, como emplazándole para un día muy lejano:

- Tú me la cantarás

Y Severino se pone a cantar, suavemente, al hilo del disco que sigue girando. La melodía le resuena, dulce y amarga, por entre la oscura orografía de las sienes, los tímpanos, las mandíbulas, el paladar… hasta hacérsele un nudo en la garganta. Al doblar la esquina de una estrofa -«¡muchachos y muchachas enamorados, abrid las ventanas al nuevo sol…!»-, no puede más y rompe en un sollozo.
Pone el disco una y otra vez. Está muy a gusto así, «llorándose su pena». Sí, el Padre le miró y le dijo: «tú me la cantarás». Pero agregó algo… ¿qué? ¿qué?

Poco a poco va perfilando los contornos de la evocación… La frase, exacta, literal, fue: «tú me la cantarás… sin lágrimas».


Notas
1. Relato oral de don Severino Monzó a la autora. Cfr. AGP, RHF T-07823.
2. Testimonio de doña Marlies Kücking.
3. Monseñor Álvaro del Portillo. AGP, RHF 21175, p. 37.
4. AGP, RHF 21164, pp. 673-674.


Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere , Ediciones Plaza y Janés, Barcelona, 1995, cap. 19, pp. 465-467

2 comentarios: