viernes, 1 de junio de 2012

Así quería Juan Pablo II

Del libro de Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!. Plaza y Janés, 2004, págs. 68-69

Conozco a mis ovejas”

El buen pastor conoce a sus ovejas y las ovejas le conocen a él (Jn 10, 14). Una tarea del obispo es actuar con tacto para que lo conozcan directamente el mayor número de personas que forman con él la Iglesia particular. Él, a su vez, ha de intentar acercarse a ellos para saber cómo viven, cuáles son sus alegrías o lo que turba sus corazones. Lo importante para el conocimiento recíproco no son tanto los encuentros ocasionales, cuanto un auténtico interés por lo que sucede dentro de los corazones humanos, independientemente de la edad, el estado social o la nacionalidad de cada uno. Es un interés que abarca a los cercanos y a los alejados.

Es difícil formular una teoría general sobre el modo de tratar a las personas. Sin embargo para mí ha sido de gran ayuda el personalismo, en el que he profundizado en mis estudios filosóficos.

Cada hombre es una persona individual, y por eso yo no puedo programar a priori un tipo de relación que valga para todos, sino que cada vez, por así decir, debo volver a descubrirlo desde el principio. Lo expresa con acierto la poesía de Jerzy Liebert:

Te estoy aprendiendo, hombre,

te aprendo despacio, despacio.

De este difícil estudio

goza y sufre el corazón.

Para un obispo es muy importante relacionarse con las personas y aprender a tratarlas adecuadamente. Por lo que a mí respecta, es significativo que nunca haya tenido la impresión de que el número de encuentros fuese excesivo. De todos modos, mi preocupación constante ha sido la de cuidar en cada caso el carácter personal del encuentro. Cada uno es un capítulo aparte. Me he movido siempre según esta convicción. Pero me doy cuenta de que este método no se puede aprender. Es algo que simplemente está ahí, porque sale de dentro.

El interés por el otro comienza en la oración del obispo, en su coloquio con Cristo, que le confía «a los suyos». La oración le prepara a estos encuentros con los otros. En ellos, si se tiene una actitud abierta, es posible lograr un conocimiento y comprensión recíprocos aun cuando haya poco tiempo. Lo que yo hago es, simplemente, rezar por todos día tras día.Cuando encuentro una persona, ya rezo por ella, y eso siempre facilita la relación. Me es difícil decir cómo lo perciben las personas, habría que preguntárselo a ellas. Tengo como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me confía.

No me gusta la expresión «masa», que suena como algo demasiado anónimo; prefiero el término «multitud» (en griego plëthos: Mc 3, 7; Lc 6, 17; Hch 2, 6; 14, 1, etc.). Cuando Jesús recorría los caminos de Palestina lo seguían con frecuencia grandes «multitudes»; otro tanto les ocurría a los Apóstoles. Naturalmente, el oficio que desempeño me lleva a encontrarme con mucha gente, a veces con verdaderas multitudes. Así sucedió, por ejemplo, en Manila, donde había millones de jóvenes. Ni siquiera en ese caso sería justo hablar de masa anónima. Se trataba de una comunidad animada por un ideal común. Fue por tanto fácil establecer contacto. Y esto es lo que sucede un poco en todas partes. (…)

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