lunes, 10 de diciembre de 2012

Dios y el circo

Lucas Aguilar es representante de circo y procede de una saga de gentes del espectáculo. Su abuelo materno completaba un sueldo insuficiente para alimentar a su familia cantando y tocando la guitarra en el tren de Sevilla a Cádiz. Eran los tiempos duros de la posguerra. Más adelante se unió su hija -la madre de Lucas-, que amenizaba la función con sus bailes. 

Paralelamente, el que más tarde sería padre de Lucas, sentía nacer con fuerza la vocación al mundo del teatro y del circo y desde muy joven inició una compañía en Córdoba. Se conocieron, se casaron y entraron de lleno en el fascinante y maravilloso mundo del circo, él como representante y ella como trapecista. 
Lucas creció con dos familias inseparables, la suya –con sus padres y sus hermanos– y la del circo. Allí pasaban los niños las vacaciones y periodos más largos, en un ambiente peculiar pero normal, al mismo tiempo, como un pequeño microcosmos, con su colegio, sus bares, las caravanas donde comían, dormían... 

Sus padres les enseñaron a vivir la fe cristiana y a respetar la de tantos buenos amigos que les rodeaban con su cariño, gente de distintas razas y credos con los que jugaban y compartían momentos de alegría y de tristeza. Lucas aprendió de unos y de otros a trabajar con alegría, sacrificio y responsabilidad y, cuando tuvo la edad, entró de portero en el circo, y más adelante llegó a ser representante como su padre, primero del Circo Mundial y más recientemente del Circo de los Horrores. 

Un buen día Lucas conoció a María Suero que no procedía del ambiente circense pero que ha sabido hacerse a ese mundo y quererlo. María trabaja en la limpieza doméstica. Se casaron, viven en un barrio popular sevillano y tienen tres hijas –María, Pilar y Blanca–, dos de las cuales estudian en el colegio Ribamar
Allí conocieron sus padres el Opus Dei y descubrieron que a Dios le gustan el circo y su gente, que la magia y la Omnipotencia Divina tienen más que ver de lo que parece, y que el Señor se sienta siempre entre el público a ver la función y a aplaudir. 

La vocación de supernumerarios les ha enseñado que, por encima del más difícil todavía, está el Amor de Dios, que todo lo hace fácil. 

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